GACETA DE LA SOLANA 307

Gaceta de La Solana 48 Colaboraciones Campos manchegos en verano. Foto Carlos Díaz-Cano. E ste artículo está dedicado a mi fa- milia y a mis compas y amigas del colegio, que siempre me piden que escriba sobre «cosas de antes». Quizás compartimos los mismos recuerdos, solo que con distintas formas, lugares y personajes. Pero seguro que se pare- cen. Que cada cual eche un ratito reme- morando los suyos. Un día de agosto regresaba de cami- nata con mi tía. En la calle por la que íbamos, en la puerta de su casa, vi a un abuelillo sentado en una butaca, ya a la espera de esa noche que trajera la ilu- sión de un poco fresco en este agosto (y verano) tan caluroso. Porque lo del refrán de agosto, frío en rostro, se ter- minó hace mucho. Inmediatamente, me vinieron más abuelos a la memoria y to- mando el fresco. Y los quise rescatar. Ya se sabe, por si algún día se me empieza a borrar esa memoria. Así que cuando el mundo era me- nos feo y complicado, los veranos eran eternos, con días muy largos y noches frescas. También había menos coches, más aceras y mucha más gente salien- do a la puerta de la calle. Mis veranos tenían forma de playa y mar en julio, y de campo en agosto. Y mis noches de esos veranos tenían formas de refresco de fresa y helado de corte, de rebeca y millones de estrellas en el cielo inmenso de la llanura manchega. Porque habrá muchos cielos inmensos, pero el de este trozo de La Mancha más auténtica no tiene parangón. Ya puede ser con luna llena o con oscuridad cerrada salvo por esos millones infinitos de estrellas, pero si alguien quiere saber lo que es un cielo, que venga a visitarnos. Las del refresco de fresa (o zarzapa- rrilla) rebajado con gaseosa era el de la casa de mis abuelos. Las sillas y butacas de mimbre en la puerta, ya después de cenar. El abuelo, la abuela, papá, mamá y las tías. Mi hermano rondaría por allí, quizás, pero debía ser muy chiquitín. Solo me recuerdo a mí, la noche, las conversaciones de los mayores y acom- pañar a alguna de mis tías a la tienda de Pepillo, a por helados de corte. De chocolate y nata, o de fresa y nata, o vai- nilla y chocolate, entre dos galletas de barquillo. Alguna noche sería un polo de hielo, también de fresa, de esos con for- ma cilíndrica terminados en punta que lo sorbías una vez y se quedaba el hielo transparente. Pero la mayoría fueron los helados de corte. No sé si de mayor los he vuelto a probar, creo que sí y seguro que estarían igual de buenos, pero solo recuerdo los de entonces. Luego, esas conversaciones oídas entre chupetón y bocaditos se iban apa- gando. Menos gente pasando y dando las buenas noches, o los corrillos de más vecinos en la calle se iban vacian- do. Y ya con la pestaña medio caída y el cuerpo bastante desmadejado, había que irse a la cama. Y sí, había menos luces, o luces más suaves, y menos co- ches, y aceras y otro aire, menos pesa- do y ardiente durante esas noches. En el campo eran distintas. También era distinta la familia. Solo mi abuelo, pero más tías. Y se veía mejor ese cielo. Me- jor dicho, solo se veía el cielo. El porche regado del patio, más bu- llicio con mis tías saliendo y entrando, sacando las cosas y avíos para la cena, después de un caluroso día. Siempre cervezas, ensalada de tomate, fiambres, aceitunas, queso... Y ya más tarde, con todo recogido, el corro con las sillas plegables, en mitad del camino. A veces había luna llena y su claridad plateada permitía distinguir todos los contornos, los trazos de la sierra o las llanuras al- rededor. Sin embargo, eran mejores las oscuras. Pero el corro era el mismo, también los tuatuás (los mosquitos en jerga de mi abuelo) y casi todas las noches ha- cía falta esa rebeca por los hombros. Y de ellas me quedo con los momen- tos en que señalaban las estrellas y yo dibujaba con el dedo la Osa Mayor (la Menor me costaba más distinguirla). La estrella del Norte siempre se me per- día, y eso que no puede estar más fija. También me gustaba pedirle una y otra vez a mi madre que me señalara la uve doble de Casiopea. Pero quizás lo que más me gustaban eran las historias de mi abuelo, las batallas (de verdad y de mentira, o de verdad con mentira) que todos se sabían de memoria pero vol- vían a escuchar. Siempre les daba un toque, un tono, un punto y unas pausas diferentes. Siempre eran nuevas y viejas a la vez. Esas noches y ese fresco los echo de menos. Pero echo mucho más de menos a quienes hace ya tanto que se fueron con ellas. Mariola Díaz-Cano Arévalo Aquellas noches de verano al fresco

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