GACETA DE LA SOLANA Nº288

Gaceta de La Solana 94 Colaboraciones Una mujer recoge azafrán en los años 60 en La Solana. H emos vuelto a ver a Cari Imedio, una mujer que vino de Malagón a Alcalá, con parada, mucho trabajo limpiando, y fonda en Madrid durante sus años adoles- centes, y nos hemos alegrado muchísimo; se casó con el muchacho que conoció en la empresa Gal, Vicente, también malago- nero, y tuvieron dos hijos, Pilar y José Ma- nuel, azafata y educadora infantil y profesor de inglés, respectivamente. Viven todos en la ciudad cervantina. El motivo no era otro que hablar de ella, de ellas, de tantas, de to- das… Las que tuvieron que servir, y mucho, en el pueblo, en la ciudad, en la fábrica, o en casa de unos señores muy importantes como Gracita Morales, la gran actriz. O la madre de Cari, Gregoria, a quien conocimos y ya no está, que también bregó lo suyo en varias casas, más unos años como cocinera en el colegio Santo Tomás de Aquino, cuan- do estaba en plena Plaza de Cervantes. Las madres… Ellas, sin duda, han sido las primeras mujeres de la limpieza que han existido. En La Solana se decía una expresión –puede que no se haya perdido– cuando de una limpieza a fondo se trataba: “hacer sábado”, y bien que se hacía desde muy temprano, sola, o en compañía de una o dos hijas, o tres… Aquello, y algo vimos, era tremendo; bueno, como los suelos, co- cinas, cámaras, patios, corrales… O cua- dras. Lo hemos comentado con Cari, que también conoció el percal en su recordado Malagón. Caminar y contar A las que sirvieron mucho Y, luego, claro, la calle, que no eran las de hoy; las duras escobas artesanas (nuestro recuerdo a aquellas mujeres que las vendían en nuestro pueblo pregonán- dolas o llamando a las puertas) podían con todos los elementos habidos y por haber. Las aceras, lugar de juegos, truques, di- bujos, sentadas… quedaban como los chorros esos del oro, y más, después de aquellos perfectos riegos, cubo en mano, y ágil movimiento de la otra mano. Recuer- dos de un tiempo ya lejano, pero realmente entrañable. Y, al fin, le mencionamos a Cari a mujeres que conocimos y que dejaron su huella en estos y otros menesteres case- ros, tales como Juana, una lavandera muy solicitada, cuyo esposo fue el campanero de La Solana durante muchos años; Agus- tina, tan tierna, y madre de un legendario futbolista local y de otros equipos man- chegos conocido como “Buta”; Santiaga, incansable como todas, que solía llamar, como en esas películas antiguas, “ama” a la señora de la casa; o, entre muchas, a una mujer cuyo sobrenombre cariñoso era la “hermana Canena” que cosía, plancha- ba y hacía recados. Se irían, sin duda, bien servidas… Como otra buena que hubo en la posada de la Plaza Mayor; allí, entre muleteros, mieleros y tratantes de ganado, volaba casi en sus haciendas, hasta que se sentaba al fresco con los dueños. Bien. Y nuestra manchega en Alcalá, Cari, seguía sirviendo. No en vano, empezó a los 12 años cuidando a una niña en su pueblo, y como vino la cigüeña, pues más trajín aún; hasta acostaba a los dos, y doña Flora, la señora, la tenía casi como una hija más, enseñándole a limpiar, lavar, hacer camas… Dice Cari que les estará toda la vida agradecida. Después de las colonias de Gal, aprobó un examen y entró en Avon, entre jabones y tantos buenos productos. Ya casada, la llamaban igual de un despa- cho de abogados que de portales cerca de su casa, o apartamentos en Madrid, otra vez. Y tan contenta, y orgullosa, le sirvió –el mejor servicio– para pagar las clases de sus hijos. No habrá un monumento para aquellas, y estas mujeres, pero ya están tardando. Luis Miguel García de Mora

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